El envejecimiento de la población española plantea un reto silencioso en las carreteras: cómo garantizar autonomía sin renunciar a la seguridad colectiva
Cada vez que un anciano gira la llave del contacto, activa algo más que un motor: pone en marcha el conflicto larvado entre el deseo de autonomía y la gestión del riesgo vial. España envejece, y con ella, su parque de conductores. Lo que hasta hace una década era una anomalía —ver a personas de 80 años al volante de un turismo de 180 caballos— hoy es la normalidad. Según la Dirección General de Tráfico (DGT), más de un millón de conductores en activo superan los 70 años. De ellos, más de 100.000 han cruzado la barrera de los 80. Y esa cifra no dejará de crecer.
En un país donde los mayores han conquistado una longevidad funcional inédita, plantear límites a la conducción por edad suena, para muchos, a discriminación. Pero los datos perfilan una realidad incómoda: aunque los conductores mayores provocan menos accidentes por imprudencias, su tasa de mortalidad por siniestro es entre 2 y 3 veces superior, según datos de la Fundación MAPFRE y el European Transport Safety Council (ETSC). El motivo es fisiológico: menor resistencia al impacto, fragilidad ósea, tiempos de recuperación prolongados. En definitiva, una vulnerabilidad estructural.
Sin embargo, los protocolos de renovación del permiso de conducir apenas han cambiado. En España, el carnet se renueva cada 5 años a partir de los 65, sin pruebas prácticas obligatorias y con revisiones médicas breves, a menudo más administrativas que clínicas. Basta con ver, oír y pasar una prueba psicotécnica de coordinación básica. No hay evaluaciones cognitivas profundas, ni análisis sobre reflejos, ni mucho menos simulaciones de conducción. En otras palabras: el sistema asume que el conductor senior es competente… salvo que él mismo diga lo contrario.
El debate no es exclusivo de España. En países como Japón —que enfrenta una pirámide poblacional aún más envejecida— ya se han planteado incentivos para devolver el carnet voluntariamente, incluyendo descuentos en transporte público o acceso prioritario a ciertos servicios. En Reino Unido, los permisos se renuevan cada tres años a partir de los 70, pero también sin pruebas prácticas. En Austria y Suiza, en cambio, se exige certificación médica periódica con criterios más estrictos a partir de cierta edad. El enfoque europeo es desigual, como si el riesgo del envejecimiento dependiera de la geografía.
En este contexto, los concesionarios de automóviles también deben redefinir su rol. No solo como agentes de venta, sino como orientadores en la movilidad segura para un perfil de cliente que ha cambiado. Los mayores siguen comprando vehículos, y lo hacen muchas veces por necesidad: para ir al médico, al campo o a cuidar nietos. En estos casos, la elección de un coche con buenas ayudas a la conducción, visibilidad optimizada, sistema de frenado automático y ergonomía adaptada puede ser una decisión vital. Literalmente.
No se trata de estigmatizar al conductor mayor, sino de reconocer una transformación demográfica que afecta directamente a la seguridad vial. Las futuras estrategias públicas deberán asumir el desafío con valentía: ni paternalismo ni pasividad. Tal vez eso implique más controles. Tal vez formación obligatoria. Tal vez, en ciertos casos, retirada del permiso.
Porque en la carretera, el paso del tiempo no siempre se mide en kilómetros. A veces, basta un segundo más lento para que la vida entera se desarme.